Cada año, más de un millón de huevos de tortugas de la Amazonia no llegan a crías ni sirven de alimento humano en el Tabuleiro do Embaubal, un conjunto de playas sobre el tramo final del brasileño río Xingú.
Miles de tortugas ponen 1,8 millones de huevos por año en Embaubal, en la Amazonia oriental. Pero cerca de 70 por ciento de ellos acaban destruidos por la crecida del río o por las propias hembras, que excavan la arena donde ya hay nidos de posturas anteriores, explica el biólogo Juarez Pezzuti, investigador de quelonios y ecología amazónica.
La rigidez de la ley que prohibió la caza en 1967 y de otra que estableció castigos a los delitos ambientales en 1998, impide aprovechar de manera sustentable la fauna silvestre, desperdiciando una inmensa riqueza de este país, según Pezzuti.
Además, esas normas colocan en la ilegalidad a millones de habitantes de la Amazonia que dependen de la caza y de la pesca para alimentarse, agregó.
Se trata de «un tabú» nacional, porque la prohibición de tocar los huevos obedece a un «criterio burocrático y no científico», e ignora experiencias exitosas en otros países, como Costa Rica y Ecuador, lamentó Pezzuti, profesor de la Universidad Federal de Pará.
Se trata de una medida contradictoria: los peces, moluscos y crustáceos sí pueden explotarse comercialmente en su propio hábitat, pero no los quelonios, los yacarés (del orden de los cocodrilianos) ni otras especies silvestres como los capibaras (Hydrochoerus hydrochaeris), un mamífero roedor también conocido como carpincho, observó.
Aprovechar una parte de los huevos de quelonios de Embaubal y de muchos otros lugares mejoraría la alimentación de los pueblos ribereños y les permitiría un ingreso adicional, sin afectar a la especie, pues sólo se reemplazaría una destrucción natural, arguyó Pezzuti en una entrevista.
El manejo participativo de los huevos, con la propia población interesada, ofrece las ventajas de promover la seguridad alimentaria y la educación ambiental y abre la oportunidad de conocer más de la ecología de esos animales, acotó el investigador.
Además, puede favorecer la diversidad biológica, y mejorar la relación entre la población y las autoridades ambientales, resentida por el enfoque represivo de leyes que no consideran la forma de vida tradicional de quienes viven en las riberas, sostuvo.
Se trata de normas que «ignoran la tradición y los hábitos alimentarios» de la población amazónica, y resultan «irreales y sin eficacia» al ser aplicadas a realidades regionales muy distintas de Brasil, corroboró para este artículo Serguei Camargo, profesor de Derecho Ambiental en la Universidad del Estado de Amazonas.
La ley 9.605 de 1998, «sobre las sanciones penales y administrativas derivadas de conductas y actividades lesivas para el medio ambiente», protege «más al administrador público que al ambiente», ya que las cuestiones ambientales son «más administrativas que penales» y el Estado es incapaz de lidiar con ellas, advirtió Camargo.
La caza sólo es tolerada para evitar el hambre del cazador y su familia, proteger la agricultura y el ganado y eliminar animales nocivos, y se exige autorización oficial en los dos últimos casos.
La solución será una nueva ley de manejo de fauna que establezca reglas para su práctica y mecanismos de gestión participativa o comunitaria, opinó Camargo. No habría conflicto con las leyes anteriores porque una norma específica tiene más fuerza en la actividad regulada, explicó.
Los caimanes, abundantes en la Amazonia y en el húmedo Pantanal Matogrossense del centro-oeste brasileño, agregaron dramatismo a este debate en el que los ecologistas defienden «una legislación que está entre las más avanzadas en el mundo» y temen que una flexibilización haga florecer la caza depredadora que amenazó de extinción a varias especies.
El 30 de diciembre, un caimán negro conocido en Brasil como «jacaré-açu» (Melanosuchus niger), le arrancó casi toda la pierna derecha a la bióloga Deise Nishimura en la Reserva de Desarrollo Sustentable de Mamirauá, en la orilla izquierda del río Solimões, como se llama el Amazonas en su tramo medio.
La investigadora de botos (delfín de río) sobrevivió casi de milagro. Algo bloqueó su arteria femoral y evitó una hemorragia fatal antes de que llegara al hospital más cercano tras una hora de navegación.
El yacaré, muerto al día siguiente aún con la pierna de Nishimura en sus entrañas, tenía cuatro metros de longitud. Esta especie única de la Amazonia puede alcanzar seis metros, lo que la hace blanco preferencial de los cazadores de pieles.
En los últimos tiempos aumentó este tipo de «accidentes», por la creciente cantidad de yacarés amazónicos que atemoriza a la población ribereña, dijo para este artículo George Rebêlo, especialista en esos cocodrilianos del Instituto Nacional de Investigaciones de la Amazonia.
Justamente en Mamirauá está en práctica desde 2003 un proyecto pionero de aprovechamiento controlado del yacaré, basado en una brecha en la ley 9.985 de 2000, que creó el Sistema Nacional de Unidades de Conservación de la Naturaleza.
De la cuota permitida de caza, 736 ejemplares al año, en 2008 sólo fueron abatidos 446, y ninguno en 2009, informó Sonia Canto, gerenta de Apoyo a la Producción de Animales Silvestres del gobierno estadual de Amazonas.
Como la caza lleva prohibida más de cuatro décadas –y sólo se la practica en forma clandestina–, desapareció la antigua cadena de producción, como la industria del curtido del cuero, el transporte en barcos frigoríficos adecuados y el sistema de inspección sanitaria. Esa es «hoy la mayor traba», lamentó Canto.
El jacaré-açu ya no figura en la lista de animales en riesgo de extinción, y su piel obtiene buenos precios por su tamaño y buena calidad, observó. Su explotación con manejo tiene excelentes perspectivas si se logra superar esos cuellos de botella. Además, la carne es «sana y sin colesterol», alegó.
En su opinión, la actividad debe limitarse inicialmente a las unidades de conservación, para controlarla. En Amazonas hay 34, que permiten un uso sustentable de los recursos naturales, acotó.
El manejo equilibrado mantiene la biodiversidad y el ecosistema, mejora la seguridad alimentaria y aporta ingresos adicionales a la población, según Canto.
Las autoridades autorizan la cría en haciendas de yacarés y quelonios. Pero esta práctica en condiciones artificiales, además de agregar poco conocimiento sobre los animales, no reduce la presión depredadora, ya que no sirve a la mayoría de los consumidores ribereños que cazan para sobrevivir.