Con la instalación en 1884 de tres edificios en la península de Río de Oro (Villa Cisneros, actual Dajla), la bahía de Cintra y en Cabo Blanco se inicia la colonización española del Sahara Occidental, un periodo que se prolongaría hasta 1976. Durante casi un siglo y en paralelo a las actividades militares y comerciales, científicos españoles exploraron este territorio desértico para cartografiarlo, estudiar su geología, su flora y fauna y la cultura de sus habitantes nómadas.
“Aquellas expediciones mostraron los valores de una naturaleza hoy perdida”, apunta el profesor José Antonio Rodríguez Esteban del Departamento de Geografía de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM), quien ha recorrido lo que un día fue el Sahara español, ha participado en varios documentales y ha publicado numerosos trabajos sobre esta antigua colonia del norte de África.
¿Por qué comienza España a ocupar el Sahara Occidental?
Entre 1884 y 1885 se celebró la Conferencia de Berlín, presida por el canciller Bismark, donde se repartieron las áreas de influencia europea en África. El interés de España en el Sahara atlántico era claro: evitar que otra nación se asentase en la costa africana frente Canarias, en una zona que además era rica en pesca. Varios países ya habían mostrado interés en ella. De hecho, pocos años antes el comerciante escocés Donald Mackenzie había levantado una factoría en Cabo Juby (actual Tarfaya) y registrado en Madrid una compañía para extender su influencia a la bahía de Río de Oro (actual Dajla). En este contexto, se organiza la expedición de Cervera, Quiroga y Rizzo de 1886, tras la que comienza realmente la ocupación del territorio.
Por tanto, el principal interés era estratégico, y en parte esto no ha cambiado. El Sahara Occidental, además de ser el lugar donde convivían, enfrentadas en muchas ocasiones, diversas tribus nómadas (que hoy reivindican su derecho a regresar a su tierra), tiene un alto valor para Canarias y sus aguas territoriales.
¿Quiénes fueron Cervera, Quiroga y Rizzo? ¿Cuál era el objetivo de su expedición?
Para que las potencias reunidas en Berlín reconociesen la presencia de una nación en determinada zona de África era necesario aportar acuerdos firmados con las tribus locales. La única forma de conseguir esto era organizar aquella expedición y viajar 400 km hacia el interior del desierto, hacia Tombuctú (Mali), al lugar donde las tribus se reunían en verano para hacer la paz tras los enfrenamientos y saqueos que habían protagonizado sus miembros más incontrolables. Ese lugar estaba muy próximo al trópico de Cáncer, con temperaturas que superaban los 50 °C, y todo se complicó.
Los expedicionarios, encabezados por el ingeniero militar Julio Cervera –que más tarde asociaría su nombre a la invención de la radio–, el geólogo Francisco Quiroga, de la Universidad de Madrid y el Museo de Historia Natural, y el arabista e intérprete Felipe Rizzo, que aceptó participar para saldar una deuda con el Estado, debían tomar coordenadas y examinar el terreno sin despertar sospechas, pero los guías terminaron raptándolos. Fueron superando todas las dificultades y cumplieron con buena parte de los objetivos, pero el calor extremo, la falta de agua y las enfermedades hicieron de la travesía toda una aventura.
El proyecto contó con grandes apoyos en los estamentos civiles y militares, incluida la Institución Libre de Enseñanza, de donde partió el impulso definitivo. Su director, Francisco Giner de los Ríos le escribió a Joaquín Costa cuando regresó la expedición: “Es una alegría muy grande pensar que esto ha salido de usted y usted de la Institución”.
Pasamos al siglo XX. ¿Qué expediciones científicas destacaría al antiguo Sahara español?
Hubo varias y cada una tuvo sus objetivos, sus peculiaridades, sus dificultades y su propia importancia. Yo destacaría la organizada por el geólogo Eduardo Hernández-Pacheco, a quien el presidente de la República –Niceto Alcalá Zamora– encargó en 1934 organizar el plan de exploración de Ifni, un pequeño enclave que España ocupó con los Reyes Católicos y reclamado a Marruecos desde el armisticio de la guerra de 1860. Se buscaba la protección de las Canarias y un lugar seguro donde pudieran recalar sus pescadores en la costa africana.
Después de la Guerra Civil, el plan de exploración de Hernández-Pacheco se extendería al Sahara Español, contando para ello con un equipo de relevantes científicos. Sus investigaciones se concretarían en el libro El Sáhara Español [1949], donde señala: “Se puede dar por terminado el estudio geográfico, geológico, fisiográfico y botánico” de este territorio “dejando de ser, en tales respectos científicos, país desconocido”.
¿Quiénes fueron esos otros científicos relevantes?
Además de su hijo, el geógrafo Francisco Hernández-Pacheco, en la obra participaron el geólogo Carlos Vidal Box, el botánico Emilio Guinea López y el joven geólogo Manuel Alía Medina. En el contexto de aquellos estudios de los años 40 del siglo pasado, Alía Medina descubrió el rico yacimiento de fosfatos de Bucraa, aunque las condiciones para explotarlo no se conseguirían hasta los años 60. Finalmente, se cedería a Marruecos su explotación.
En los años 50 también trabajaron sobre el terreno el ecólogo José Antonio Valverde, que en 1957 publicó el libro Aves del Sáhara Español (estudio ecológico del desierto), así como el antropólogo Julio Caro Baroja. Por allí pasaron otros científicos relevantes, como Eugenio Morales Agacino o Joaquín Mateu, pero no pocos de los primeros estudios los hicieron militares como Bonelli, Bens, Bullón, Doménech, Mulero… con observaciones excepcionales. Otro de estos militares, Tomás Azcárate Ristori, además de facilitar las condiciones para que se pudieran realizar las investigaciones, descubrió él mismo importantes restos arqueológicos.
¿En qué consistió el trabajo antropológico de Caro Baroja en el Sahara?
En 1952 él estaba en Oxford cuando recibió el encargo de realizar un estudio etnográfico y antropológico del Sahara Español. Una vez conocidos los aspectos geográficos generales y habiendo sido desarmada y ‘pacificada’ la población nómada, había llegado el momento de estudiar los aspectos humanos para una mejor gestión del territorio. Caro Baroja se desplazó a la zona con su amigo y compañero Miguel Molina Campuzano y durante tres meses se fueron entrevistando sin descanso con los jefes de las cabilas [tribus de bereberes]. Los testimonios que recogieron fueron elaborados en años posteriores y publicados bajo el título de Estudios saharianos (1955), de un gran valor aún hoy.
¿Por qué sigue siendo valioso?
En el libro, reeditado dos veces, se recoge con una gran fuerza literaria la experiencia de campo y las conclusiones de las largas e intensas entrevistas realizadas. Se hace un exhaustivo análisis de las fuentes escritas por exploradores, viajeros, colonizadores y, singularmente, de los militares y administradores franceses y españoles. Caro Baroja se asombra de la memoria y la inteligencia de los “hijos de las nubes”, como se llamaban a sí mismas aquellas tribus nómadas por su eterno deambular siguiendo las nubes en busca de agua y pastos. La forma de orientarse, el acierto en los desplazamientos, sus habilidades para encontrar agua en el desierto, la organización social, la distribución de los campamentos, las formas de solucionar los conflictos… todo ello es para el autor el resultado de una experiencia secular.
El valor de este estudio estriba también en ser el testimonio, explicado y estructurado, del mundo de los grandes nómadas del desierto atlántico sahariano. Baroja lamentaría amargamente la destrucción de ese mundo por los acontecimientos políticos posteriores.
Supongo que los trabajos cartográficos también serían importantes en el Sahara Occidental.
Desde luego. Por ser el primero, destacaría el mapa de Enrique d’Almonte de 1913, realizado sin mediciones mediante la recopilación de datos aportados por viajeros y personas de las tribus conocedoras del territorio. Las entrevistas a los pescadores canarios y a los habitantes del litoral posibilitaron ordenar y fijar una toponimia costera llena de nombres múltiples.
Después hubo varias expediciones para conseguir el mapa 1:500.000, algo nada fácil en zonas desérticas. En aquellos momentos era complicado porque los instrumentos de medición no estaban adaptados a la dilatación de las temperaturas y a la difracción provocada por el polvo en suspensión, pero España se había comprometido como parte de un proyecto internacional del mapa del mundo. Al iniciarse la década de 1940 se crean equipos para obtener los topónimos, así como brigadas astronómicas y topográficas que, careciendo de vehículos preparados, emprenden sus desplazamientos caminando para contar los pasos como única forma de obtener medidas: algo tan inaudito como épico. El mapa, en varias hojas y a una escala 1:500.000, no se terminaría hasta 1949.
Más tarde se hicieron muchos mapas para diversos proyectos, algunos de ellos sorprendentes, pero son temas aún por investigar. Y como en otras partes del mundo, en las últimas décadas también se han incorporado las imágenes por satélite. Actualmente, toman datos precisos de la topografía cambiante desierto, de sus temperaturas en superficie, del origen y evolución de sus vientos y, entre otras variables, de la trayectoria del polvo en suspensión, como el registrado en febrero por Sentinel 3 del programa europeo Copernicus.
¿Hubo nuevas exploraciones o estudios tras la descolonización?
Como es sabido, tras entregar España el territorio a Marruecos y Mauritania, en 1976 se inicia un enfrentamiento armado con el Frente Polisario que no terminará como tal hasta 1991. Pero el alto el fuego no significó el final del conflicto y todavía hay muchas zonas minadas –este mismo año han muerto varios saharauis a causa de ellas–, lo que hace la exploración peligrosa incluso con guías conocedores del terreno. Así lo muestran también los camellos que han perdido alguna extremidad en las agrupaciones que aprovechan los ricos pastos del interior.
Se han hecho tesis doctorales sobre la geología y la hidrología de regiones como el Tiris (Baba Ahmed Mulay, 2014) o del basamento precámbrico (Saleh Lehbib Nayen, 2017) reinterpretando datos de aquellas expediciones y usando fuentes actuales. Es también notable el trabajo realizado por el antropólogo Andoni Sáenz de Buruaga, con largas campañas en la parte del Sahara Occidental liberada por el Frente Polisario. Se han realizado investigaciones, pero solo se conocen las de las universidades.
¿Cuál es la enseñanza de todos aquellos estudios y experiencias en el antiguo Sahara español, especialmente para las partes en conflicto que hoy se disputan el territorio?
El libro de Caro Baroja mostraba el camino para apreciar la singularidad y los valores de las culturas nómadas. En los inicios del proceso colonial africano, el geógrafo Rafael Torres Campos de la Institución Libre de Enseñanza presupuso que el encuentro con aquellas culturas nos devolvería a los europeos la mirada sobre una naturaleza perdida. Pero esto no ha sucedido, lo que revela el alto valor que se sigue otorgando a los intereses estratégicos y económicos sobre los culturales. Aunque tampoco hay que olvidar que los conocimientos adquiridos se utilizaron también entonces para explotar y controlar el territorio. Es un tema siempre delicado.
En el orden personal, diversos científicos han dejado testimonios de cómo les cambió su experiencia en el desierto. Militares como el general Bens no dejaron de añorarlo tras su retirada. Al propio Caro Baroja esta experiencia le rescató de la tentación de estudiar solo “el pueblo de uno” en la que suelen caer muchos investigadores, perdiendo la capacidad de relativizar y comparar.
Las personas que han visitado los campamentos saharauis de Tinduf todavía pueden intuir lo que significa el contacto con culturas formadas en medios tan diferentes a los nuestros. Aprovechar estos conocimientos y experiencias parece imprescindible en la búsqueda de una solución al conflicto. ¿Acaso Marruecos puede pretender gestionar el Sahara Occidental sin reconocer la diferencia cultural y los ideales de los descendientes de los grandes nómadas? Nos debería servir igualmente para no convertir la globalización en una autopista de dirección única.
Focas monje al final del desierto
Durante uno de los viajes que realizó en los años 40 el biólogo Eugenio Morales Agacino al noroeste de África para estudiar la langosta del desierto, se topó por casualidad con una colonia de foca monje del Mediterráneo (Monachus monachus) en pleno Atlántico. Concretamente en la península de Cabo Blanco, justo en la frontera entre el Sahara Occidental y Mauritania.
Morales Agacino llegó a contar unas 20 focas y las fotografió en cuevas que describió como “grandes capillas catedralinas”, publicando sus resultados en la revista Mammalia con gran repercusión en el ámbito académico. El famoso oceanógrafo y divulgador Jacques-Yves Cousteau fue a grabarlas para uno de sus documentales.
Con la Guerra del Sahara Occidental (1976-1991) como telón de fondo, la conservación de la especie y las investigaciones se resintieron, e incluso costaron la vida a algunos científicos. En 1988 el naturalista francés Didier Marchessaux –uno de los mayores expertos mundiales en focas– y sus compañeros Alain Argiolas, Gerard Vuignier y Ely Ould Elemine murieron trágicamente al estallar una mina anticarro bajo su vehículo mientras viajaban por esta zona.
En los años 90, con el apoyo de diversas administraciones españolas y locales, se retomaron los estudios sobre esta colonia de focas, que casi desparece por los efectos de un alga tóxica en 1997. Afortunadamente, logró recuperarse con la ayuda de la Fundación para la Conservación de la Biodiversidad y su Hábitat (CBD-Hábitat), cuyos esfuerzos han permitido contabilizar en 2021 unos 330 individuos, un 33 % más que los que había cuando esta fundación inició sus actividades hace 20 años.