No es sencillo escribir sobre las huellas mustias de la pena y el dolor. Máxime cuando se ha truncado la existencia de un hombre decente, afable y conciliador.
Muchos dicen que la pasión por el tema ambiental es un atributo que se cultiva con el tiempo, por eso desde su designación como ministro en agosto de 2020, no dejaron de generarse incertidumbres sobre «qué tán rápido» podría el recién nombrado tomar el ritmo necesario para asumir el desafío que representa este tema tan crucial, estaba claro: el rol de sus acompañantes sería y fue clave…
Días antes de la toma de posesión, don Orlando realizó una reunión con activistas del sector ambiental en un hotel de la capital, el objetivo parecía muy claro: Escuchar el parecer y las aspiraciones de los ambientalistas sobre la agenda por venir.
El escenario fue bastante escueto, se desnudaron males ancestrales y amenazas visibles. También se esbozaron terribles desafíos y oportunidades inmensas ante la herencia que recibiría el novel ministro ante el fiasco que había resultado la gestión de su predecesor.
Desde entonces, se produjeron muchos otros encuentros para abordar temas esenciales: mayormente relacionados con la situación precaria de las Áreas Protegidas. No puede decirse que todo fluyó sin fricciones, pero puedo afirmar que siempre encontramos en el finado ministro un trato cortés, cercano y amistoso.
Acompañó cada discusión con una sonrisa y una promesa de solución, imposible retirarse enojado ante su actitud de caballero optimista.
Su gestión se batió entre las mejores intenciones y el letargo normal por echar a andar una maquinaria que ya venía en desbandada. Cada conversación con don Orlando, cada situación planteada, dejaba cierta paradoja: la visión de un hombre que evidenciaba comprender lo que se le explicaba y que solía mostrarse de acuerdo con asumir las situaciones, buscarles solución y la realidad a la que habría de enfrentarse entre las marañas de la burocracia estatal y las complejidades que envuelven la toma de decisiones en un sector donde no hay salida posible sin lesionar de algún modo intereses de particulares.
En la pasada reunión de la mesa del diálogo coordinada por el CES, luego de concluir un episodio donde las disputas fueron severas pero los consensos fueron celebrados entre risas y aplausos, interactuamos en la salida con un coloquio ya habitual:
«Ministro, usted que dice ser el administrador temporal de este asunto, como Yvonne reclama que ya el parto hace rato que está pasado de tiempo, póngale Pitusín al asunto a ver si salen trillizos». Sonrió a carcajadas, «pronto tendremos parto», dijo. Abordamos otro tema junto a Eladia Gesto y Olmedo León, a los que -como de costumbre- ofreció solución «en los próximos días, déjame fijar fecha y te aviso».
El próximo miércoles tocaba volver al ruedo, la infausta noticia llegó justo cuando nos preparábamos para «afinar posiciones sobre los temas pendientes»: minutos antes, con Michela Izzo, acordamos revisarlos en la tarde, «antes de las 5».
Pero los designios de la providencia suelen tener su propia agenda, marcan su paso atropellante por una nebulosa siempre difícil de descifrar. Se ha truncado la vida de un ser humano valioso, alguien con quien no puedo afirmar que cultivé amistad, pero sí una relación franca y sin simulaciones.
Por lo pronto, prefiero recordar la inocencia y humildad en el semblante de aquel mozalbete hijo de Presidente que junto a su hermanita de sonrisa peculiar, en una mañana de 1983 recibió en las escalinatas del Palacio a un grupo de muchachos de pueblo, que fueron llevados de visita como recompensa por calificaciones de Escuela: por ese día, ellos niños fueron nuestros guías. Ese es el mismo semblante -marcado del tiempo- que se despidió con su escueto saludo un miércoles atrás.
Pero entonces, emprendió ruta a su última maratón, una que no tiene regreso, que deja sobre el tintero mil y una incertidumbres, de procesos, de intenciones. Temas sobre los que a lo mejor tendremos tiempo de desandar. Ahora toca enfrentarse al enigma de semblantes consternados, desnudos de estupor y corazones, cuyo pálpito jamás presintió la repentina despedida. Como en aquellos versos de Israel Rojas:
«Hay un instante
En que los rayos se resbalan desde el cielo
Que la desdicha sale a hacer sus tropelías
En que la suerte viene a pregonar el miedo
En que las tumbas cantarán su lotería
y zambullirnos al fatal: «no somos nada»
con los pulmones repletos de «somos todo»…