Corría la década de los 80, casi epilogando el decenio, cuando se comenzó a elaborar el primer capítulo de esta novela, justo cuando la humanidad miraba estupefacta la caída del ‘‘Muro de Berlín’’ y se formulaban nuevos paradigmas en Oriente y Occidente que al menos permitiesen explicar las razones de una guerra que duró casi 70 años, con dos conatos violentos a nivel global, pero que en el resto del tiempo nunca logró calentarse. Y tal parece que las condiciones también estaban dadas para que terminase otra guerra más peligrosa, inútil y sin sentido que los dominicanos librábamos y aún continuamos librando en todos los campos de batalla (las montañas, los valles, los campos, las costas, las ciudades y asentamientos humanos de toda índole): la ‘‘guerra contra la naturaleza’’.
Todo fue una mera coincidencia pero vale el paralelismo, pues hace 11 años (abril de 1989) que esta pieza legislativa (la ley ambiental), con apenas 25 artículos, fue introducida por la ventana del Senado de la República al Congreso Nacional, donde fue aprobada a unanimidad, pero con tanto peso encima que se le cayó en el camino al mensajero cuando la llevaba a la Cámara de Diputados para que la convirtiese definitivamente en ley, donde lamentablemente encontró las puertas cerradas, pues había concluido la última sesión de la legislatura ordinaria del primer semestre del último año de la penúltima década del siglo XX.
El viacrucis
Pero como aún se mantenía alta la fibre del planeta con el calentón global que sufrió en 1987 y las amenazas de que continuase ensanchándose el agujero de la capa de ozono que en esos momentos ya cubría toda la Antártida y sus mares adyacentes, el proyecto de ley ambiental fue retirado del Congreso Nacional para que no se ocupase exclusivamente de la cuestión local y fuese globalizado con las variables externas que influyen o condicionan nuestra realidad.
Fue así como una versión más completa, ampliada y corregida fue sometida nuevamente al Congreso Nacional (1991), esta vez por la Cámara de Diputados y con el consenso de los tres partidos mayoritarios en las cámaras y que tuvieron como representantes a los señores Alfonso Fermín Balcácer del Partido Reformista Social Cristiano, Rafael Kase Acta del Partido de la Liberación Dominicana y Tony Raful del Partido Revolucionario Dominicano.
El proyecto de ley en la nueva versión se intitulaba ‘‘Ley de Protección Ambiental y Calidad de Vida’’, también conocido como ‘‘código ambiental’’. Esta propuesta fue aprobada en dos ocasiones a unanimidad en la Cámara Baja y siempre se caía al llegar a la cámara alta por los cambios de legislatura.
Con la asunción al poder en 1996, justo cuando se iba a conocer nuevamente en segunda lectura, las nuevas autoridades solicitaron al Congreso Nacional que se le permitiera presentar un anteproyecto de ley ambiental alternativo, para lo cual pidieron un plazo de 100 días que se prolongó hasta octubre de 1999, cuando la propuesta oficial fue sometido a las cámaras legislativas con el nombre de “Ley General sobre Medio Ambiente y Recursos Naturales”, haciéndosele posteriores adiciones en marzo del 2000.
En estas circunstancias, el Congreso Nacional crea una comisión bicameral para que prepare un tercer proyecto de ley, haciendo una labor de ‘‘reingeniería asistida’’ con los asesores técnicos provenientes de la Universidad Autónoma de Santo Domingo y la Academia de Ciencias de la República Dominicana, haciendo un extracto de lo positivo de los dos proyectos anteriores (el sometido a comienzos de los 90 y el recién enviado por el Poder Ejecutivo) y le adicionen o le intruduzcan los cambios que resultasen pertinentes para dotar al país de una verdadera ley ambiental que se adaptase a la realidad que vive actualmente República Dominicana.
Es así como Hipólito Mejía, presidente de la República, promulgó el pasado 18 de Agosto del 2000, la ‘‘Ley No. 64 sobre Medio Ambiente y Recursos Naturales’’.
Normas horizontales
Si tomamos en cuenta que el país comenzó antes que cualquier otra nación (yo diría que fuimos pioneros en este caso) y apesar que el sueño duró hasta el nuevo siglo, ocupando el triste último lugar en el concierto de naciones del Continente Americano en actualizar su sistema legal en materia ambiental después de la Cumbre para la Tierra celebrada en Río de Janeiro – 1992, la historia podría ser más benigna con nosotros o al menos evitar que se nos endilgue el calificativo de ‘‘indolentes’’ ante la destrucción tan bárvara sufrida por la naturaleza dominicana en el siglo que acaba de morir.
Pero afortunadamente ya tenemos ley, una verdadera pieza legal que en lo adelante estará al servicio de la naturaleza y del modelo de desarrollo que República Dominicana habrá de ensayar para alcanzar niveles colectivos de prosperidad y bienestar, dispensándole el debido respeto al entorno que nos acoge. Por estas razones el artículo primero comienza definiendo la finalidad de la misma: ‘‘La presente ley tiene por objeto establecer las normas para la conservación, protección, mejoramiento y restauración del medio ambiente y los recursos naturales, asegurando su uso sostenible’’.
Se sientan los principios fundamentales estableciendo que ‘‘las disposiciones de esta ley son de orden público (artículo 2)’’, es decir, tienen que ser respetadas u observadas desde el primer mandatario de la nación hasta el más humilde ciudadano, pues se trata de que todos los dominicanos reconozcamos y estemos conscientes en todo momento de que ‘‘los recursos naturales y el medio ambiente son patrimonio común de la nación’’ y esenciales para que el país pueda alcanzar un desarrollo sostenible (artículo 3).
Siendo así, es fácil entender por qué el artículo 4 reza de esta manera: ‘‘Se declara de interés nacional la conservación, restauración y uso sostenible de los recursos naturales, el medio ambiente y los bienes que conforman el patrimonio natural y cultural’’.
Criterio de precaución
Ecología y economía vienen de la misma raíz griega ‘‘oikos’’, que es la casa o lugar donde se vive. Mientras la primera se ocupa del estudio de la casa, la segunda tiene por principio su administración. Verlas por separado es perder el sentido de la realidad y peor aún, considerarlas antagónicas es ignorancia crasa, pues la casa, vale decir, la naturaleza, es la que contiene la totalidad del inventario o más bien, todas las riquezas.
Fuera de ella no existe nada. Siendo así, ninguna empresa (por más pequeña que sea), puede administrarse eficientemente si antes o previamente no se hace un estudio de su estructura, componentes, maquinarias, materia prima, procesos, productos y el destino o utilidad de los mismos. De igual manera, no sería prudente que se comience a disponer libremente de la naturaleza sin previamente conocer la particularidad, estructura y función de sus ecosistemas, recursos y bienes intangibles.
Por estas razones se dice que los economistas comenzaron a pensar ecológicamente a partir del momento que concibieron la globalización como el fenómeno que debería regir la producción e intercambio de bienes y servicios entre continentes, regiones, países, pueblos y ciudadanos. Y eso es así porque la ecología siempre ha sido globalizada y sólo la miopía de los intereses particulares y grupales pudieron mantener a la humanidad tratando de confinar en un corral a la economía que como su hermana gemela, siempre deben mantener un caracter holístico, global o envolvente.
De ahí que los criterios de racionalidad y precaución deben preceder a cualquier intento de apropiación y disposición de los bienes ‘‘gratuitos’’ que encontramos al nacer, que constituyen el sostén de nuestra existencia y que son los únicos que pueden garantizar la vida futura de las generaciones de relevo, vale decir, nuestros hijos.
Por estas razones en el espíritu y el alma de esta ley están contenidos estos dos principios, la racionalidad para ser comedidos en el disfrute de una riqueza natural generadora de todas las riquezas materiales humanas y la precaución para no ser ligeros al actuar sobre un bien del cual no conocemos sus características, valor o fragilidad. Protección primero y luego de su ponderación y estudio, se procede al uso que garantice su máximo aprovechamiento con el menor costo ecológico posible.