A las 9 y 5 minutos de la mañana del domingo 26 de febrero, llegamos, un compañero y yo, a las cercanías de la frontera domínico-haitiana ubicada en el suroeste de Pepillo Salcedo, un pueblo encerrado entre el letargo de su pasado y su futuro, entre las ruinas de lo que en su momento fue su principal actividad económica, la producción y exportación de guineo por la Grenada Company y la devastación que viene previo a la construcción de varias obras: el muro domínico-haitiano, el puerto de Manzanillo y la Central Termoeléctrica de Manzanillo. La aridez del proceso de construcción de estas obras de infraestructura se ve matizada por el verde del Parque Nacional de Estero Balsa, al este del pueblo, por los manglares que bordean el Río Masacre y por el azul de la Bahía de Manzanillo.
En ese lado de la frontera, donde, generalmente no sucede nada, los militares que nos ven llegar a la construcción del muro nos miran con sospecha mientras tomamos fotos de la destrucción de los Manglares que bordean el Río Masacre. Primero se acercó uno en una moto y se detuvo frente a nosotros esperando a que nos fuéramos. Al ver que duraríamos un tiempo allí, llegó un segundo militar, más adelante un tercero, a los veinte minutos, ya eran cuatro. Cada saludo era un intento simpático de hacernos saber que estaban allí vigilándonos. Y también, una muestra de la idiosincrasia que se seguirá desplegando con la construcción del muro fronterizo: los militares son el poder de la zona.
Mientras tanto, nosotros nos medíamos con el muro, sorprendidos por lo diminuto de esa obra frente a la inmensidad de la naturaleza: los Manglares. Detrás de estos Manglares y del río Masacre, no hay una población haitiana en lo inmediato y, si lo hubiera, los manglares no hubiesen sido el área más propicia para cruzar a República Dominicana. Después de todo, el mar está cerca y el tráfico de personas desde Haití hacia la República Dominicana se da por las vías “oficiales”, por lo que construir el muro, o la “Verja Fronteriza Inteligente” como se le llama oficialmente, en esta área, era innecesario.
Uno de los que consideraba que esta construcción en el área era innecesaria es el arquitecto David Gouverneur, profesor desde hace 20 años en dos departamentos de la Universidad de Pensilvania, el de Arquitectura de Paisaje y Planificación Regional y el de Planificación Urbana en la Escuela de Diseño Stuart Weitzman.
“Mi opinión era que el muro en ese tramo no era necesario, porque ya hay una caída topográfica tremenda, existen los manglares, que es una zona muy difícil y para colmo no existe una comunidad haitiana del otro lado inmediatamente”, explicó Gouverneur, quien estuvo involucrado durante aproximadamente un año en un proceso de colaboración entre la Universidad de Pensilvania y el gobierno dominicano, a través del Ministerio de Economía, Planificación y Desarrollo, para el desarrollo de Pepillo Salcedo.
El contacto entre la Universidad de Pensilvania y el Ministerio de Economía, se dio a través de otro Arquitecto de origen domínico-puertorriqueño, Ariel Vazquez, quien había sido testigo del impacto del trabajo de la universidad en otras ciudades latinoamericanas. De este proceso, que la Universidad de Pensilvania ha llevado a cabo en casi 15 países latinoamericanos a lo largo de 20 años, surgieron varias propuestas que podrían transformar a Pepillo Salcedo y a otros dos pueblos fronterizos en un precedente positivo de planificación urbana y desarrollo sostenible. Propuestas que, además, no le costaron nada al gobierno porque fueron trabajadas Ad Honorem por la universidad estadounidense con un grupo de profesores y estudiantes de postgrado con conocimientos en arquitectura, ingeniería y paisajismo.
Estudiando Pepillo Salcedo, Pedernales y Jimaní, David y su equipo se percataron de que la valla fronteriza no debería ser una solución única a lo largo de toda la frontera.
“A medida que transcurre la frontera, van cambiando las condiciones ambientales, hay zonas pobladas, hay zonas no poblada, hay zonas de caída topográficas muy fuertes, hay zonas mucho más desérticas y prácticamente horizontales, hay zonas donde está el río, en Pedernales, que es muy amplio. La línea de la frontera atraviesa condiciones sumamente variadas. Y nosotros decíamos, como planificadores, como técnicos, que la valla debería adecuarse a las distintas zonas de la frontera. No podía aplicarse una misma solución técnica”.
Justo entre el Río Masacre y Pepillo Salcedo, hay una vista hacia el horizonte de Haití en la que David y sus estudiantes proponían una solución distinta a la del muro. “Hay momentos en que el terreno sube, asciende, se ve encajonado el Río Masacre y se ve hasta el horizonte Haití. Es una vista espectacular sobre el Masacre y sobre el territorio haitiano. Nosotros decíamos: Esta vista tiene el riesgo de perderse en el futuro, porque, generalmente, el desarrollo humano le da la espalda a los ríos. Las casas que iban a ubicar en el estuario del Río Masacre por la construcción de la valla fronteriza, ya le daban la espalda al río, es decir, los desechos iban a caer en el río. Esto es una oportunidad de tener un paseo, un parque lineal, que sirva a la comunidad. Y la mejor forma de resguardar la frontera es viéndola, no dándole la espalda, así se evita un tráfico ilegal”.
Sin embargo, a pesar de haber trabajado en conjunto con las autoridades locales de Pepillo Salcedo y de tener aproximadamente un año trabajando con el Ministerio de Economía, Planificación y Desarrollo realizando propuestas que incluían utilizar el área y la vista entre Pepillo Salcedo y el Río Masacre, a Gouverneur y a su equipo también les sorprendió la noticia de que el muro entre Pepillo Salcedo y el Río Masacre ya estaba construido. Construcción que destruyó más de 6,000 metros cuadrados de manglares, dejó del otro lado del muro suelo dominicano y perdió de vista parte del Río Masacre hasta su desembocadura en el mar. Además del daño medioambiental ocasionado, se desperdició otra posibilidad de generar una solución que asegurara el desarrollo urbano sostenible de la zona.
Otra de las alertas del daño que provocaría la construcción del muro en esa zona vino del presidente de Guardianes Marinos de la Bahía de Manzanillo, Roque Taveras, quien había avisado que esta construcción iba a cortar “la garganta” del cuerpo de agua proveniente del Río Masacre que alimenta de agua a los manglares de la zona, así que los 6 mil metros cuadrados destruidos se convertirían en más de 2 mil tareas pérdidas de este ecosistema, perteneciente a la Laguna Saladilla, declarado como Área Protegida en 1983.
Según el presidente de Guardianes Marinos, una asociación de pescadores que se dedica a velar por la protección de los manglares para vivir de forma sostenible de la pesca que se da en la zona, la decisión de destruir los manglares y dejar terreno del otro lado del muro, se tomó porque era “menos costoso” con relación a construir el muro alrededor de todo el borde del río masacre.
Roque se percató de la potencial destrucción desde que empezaron a ocurrir los movimientos de tierra, habló con el Ministerio de Medioambiente para que, si se iba a proceder con la construcción, al menos construyeran un sistema de alcantarillado, de manera que las aguas pudieran fluir y no muriera todo el ecosistema de manglares de alrededor. Sin embargo, este pedido no fue escuchado por el Ministerio de Defensa, quienes procedieron a echar la zapata de la construcción sin el sistema de alcantarillado. “¿Qué puede hacer un civil frente a unos militares?”, se preguntaba Roque. El muro simbólico entre la milicia y la ciudadanía a la que están llamadas a proteger no a intimidar, ya estaba construido.
Cuando el escándalo de la destrucción de manglares llegó a la prensa, se dio la orden de romper la zapata que ya estaba construida para agregar el sistema de alcantarillado, revelando así, la falta de planificación y articulación entre los ministerios antes de construir una obra de esa magnitud, pero además, la falta de criterio medioambiental.
Para algunas personas, muchas de las que desconocen la dinámica de convivencia que se da en la zona fronteriza, la forma en la que funciona el tráfico ilegal de personas a través del personal que está llamado a regularizarlo y la importancia de proteger nuestros recursos naturales, la destrucción de estos manglares son un mal menor y no debe ser obstáculo para la construcción de la obra que el gobierno dominicano ha querido presentar como neurálgica para la seguridad nacional. Sin embargo, los manglares son verdaderos guardianes de nuestra isla, en ellos no solo se encuentra un diverso refugio de especies que también aportan a la pesca y al turismo, sino que también protegen nuestra isla frente al impacto de fenómenos como huracanes, tormentas e inundaciones, también mitigan el impacto del cambio climático, secuestrando y almacenando CO2.
Haber visitado el lugar, nos permitió confirmar que el muro no es más que un símbolo de poder político y militar, sin criterios de planificación urbana y sostenibilidad medioambiental, que además, está reforzando una dinámica de intimidación militar en el área, donde militares están limitando, incluso, el tránsito de pescadores y guardaparques dominicanos en el Parque Nacional Estero Balsa.
Es sencillo construir sobre la lógica de que la destrucción de Manglares son un “mal menor” frente al mito histórico de la “invasión haitiana silente”, después de todo, la nobleza de la naturaleza está en desventaja frente al imaginario que el gobierno quiere reforzar: la del poder político y militar del cemento, las armas y la vigilancia con alta tecnología.