Por: José Marmol
En su “Encíclica verde”, el papa Francisco lanza el clamor de que la humanidad haga conciencia de la impostergable necesidad de hacer viable una práctica productiva, consumista y ecológica, una conducta del ser humano frente al medio ambiente “que tenga en cuenta todos los factores de la crisis mundial”.
De esta forma se fundamenta lo que llama una “ecología integral”; es decir, la viabilidad de un discurso, una praxis y un estilo de vida “que incorpore claramente las dimensiones humanas y sociales”, hasta lograr una nueva visión de la problemática del calentamiento global y el deterioro de la “casa común”, de la decretada muerte de la “madre tierra”, que tome como puntos esenciales las cuestiones de los órdenes económico, político, social y cultural.
El papa Pancho dice con claridad: “Es fundamental buscar soluciones integrales que consideren las interacciones de los sistemas naturales entre sí y con los sistemas sociales.
No hay dos crisis separadas, una ambiental y otra social, sino una sola y compleja crisis socio-ambiental. Las líneas para la solución requieren una aproximación integral para reducir la pobreza, para devolver la dignidad a los excluidos y simultáneamente para cuidar la naturaleza”.
Esta idea se eleva sobre uno de los principios de la Declaración de Río sobre el medio ambiente y el desarrollo, del 14 de junio de 1992, que reclama la protección del medio ambiente como parte integral y fundamental del proceso de desarrollo digno de los pueblos.
Francisco I es categórico cuando afirma que la “visión consumista del ser humano, alentada por los engranajes de la actual economía globalizada, tiende a homogeneizar las culturas y a debilitar la inmensa variedad cultural, que es un tesoro de la humanidad”. ¿Se coloca el pontífice detrás del curso de la historia o se adelanta a colocar un rayo de luz en sus oscuros designios? Su Santidad subraya:
“La imposición de un estilo hegemónico de vida ligado a un modo de producción puede ser tan dañina como la alteración de los ecosistemas”. Esa imposición produce en las personas una insufrible condición vital de desarraigo, precariedad e incertidumbre.
Dos titanes del pensamiento crítico del siglo XX, Theodor Adorno y Max Horkheimer, conversaron sobre la situación del mundo entre el 12 de marzo y el 2 de abril de 1956. Hablaron sobre política, sociología y humanidades. Superada la II Guerra Mundial e iniciada la Guerra Fría, era lógico que se preocuparan por el tema de la preservación de la humanidad. Adorno afirmaba que “la autopreservación desenfrenada siempre acaba en la autodestrucción”.
Se preguntaba acerca de si aquello destructivo que los hombres hacen a la naturaleza no era lo mismo que se hacen entre sí.
“¿Un golpear hacia fuera porque ellos mismos son humillados una y otra vez?”. Queremos dominar la naturaleza porque es una forma de dominar, algunos, a los seres humanos, los demás. Cuando, como concluye Adorno: “La libertad consiste, en verdad, solo en la realización de la humanidad”.
A sectores poderosos de la economía global, sobre todo, aquellos que explotan la tierra para la extracción indiscriminada e irracional de combustibles fósiles y minerales, y que desprecian la preocupación por el calentamiento global a través de lobbies políticos corruptos, les preocupa que el papa Francisco haya transgredido los límites de la teología convencional para proponer una visión integral de la ecología, con base científica y alcance social y humano.
Los que se resisten a este nuevo evangelio pontificio son los que, en su provecho, frenan el avance hacia el bienestar social general. Una visión empresarial comprometida con la sostenibilidad de la humanidad rechaza semejante afrenta. El futuro es posible.