El cambio climático, creado por el hombre, reúne un conjunto de características que dificultan sobremanera su solución. En primer lugar, porque las emisiones que lo causan provienen mayoritariamente del uso de combustibles fósiles, verdadero sostén de nuestras economías. También porque el daño está originado por las concentraciones atmosféricas de contaminantes, lo que limita las capacidades de reacción (incluso sin emisiones seguirá habiendo cambio climático). Por si fuera poco, se trata de un problema de largo plazo, que afectará en buena medida a generaciones sin voz en las decisiones actuales. Lo precedente explica las malas noticias de las últimas semanas: las emisiones precursoras del cambio climático parecen aumentar de nuevo, tras una pequeña tregua temporal, y las concentraciones atmosféricas acaban de alcanzar su máximo histórico a pesar de dicha tregua.
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La reciente cumbre de Bonn, un escalón más del laborioso proceso con el que la comunidad internacional intenta abordar el problema, ha reconocido la urgencia de la situación con el impulso del denominado diálogo facilitador: un procedimiento para intentar hacer compatibles las emisiones globales con el aumento de dos grados de temperatura acordado en París. Y, sin embargo, en Bonn se debatió sobre todo de aspectos distributivos o de equidad, una variable que hace todavía más intratable el problema del cambio climático. Compensaciones por las pérdidas y daños asociados a las emisiones históricas (de los países desarrollados); dotación de fondos para la financiación de mitigación y adaptación para el mundo en desarrollo; compromisos de mitigación para los más ricos antes de 2020; o discusiones sobre transparencia y comparabilidad de acciones entre países, han ocupado gran parte del espacio. Esto no es sorprendente porque el cambio climático es un problema global que se origina y sufre de forma desigual, al estar muy relacionadas las emisiones con la actividad económica y existir gran variación geográfica de impactos y capacidades de adaptación.
Bonn ha visto reemerger así un debate distributivo, bajo las denominadas responsabilidades diferenciadas, que parecía haberse atenuado con el Acuerdo de París. En cualquier caso, no es posible ni deseable aislar este debate de los esfuerzos por mantener la efectividad de la lucha contra el cambio climático. Primero, porque su no consideración puede hacer naufragar el desarrollo de un acuerdo que ya ha tenido que soportar importantes tensiones por la salida de EE UU. También porque la propia integridad ambiental del acuerdo, dada su naturaleza voluntarista, depende de la recepción de fondos que permitan al mundo en desarrollo abordar sus medidas de mitigación del cambio climático. Se trata, en realidad, de hacer posible la gran transición hacia un mundo que no emita gases de efecto invernadero (en términos netos) en la segunda mitad del siglo.
Todo lo anterior, más allá de las discusiones sobre responsabilidades históricas, hace necesario que los países desarrollados den un paso decidido para avanzar en la resolución de las cuestiones distributivas apuntadas. Se necesita así un volumen suficiente de recursos para transferir al mundo en desarrollo pero teniendo en cuenta dos cuestiones especialmente relevantes. En primer lugar, que dichas transferencias garanticen la efectividad ambiental del proceso: son necesarios compromisos firmes de reducción de emisiones por parte de los países en desarrollo y, en particular, garantizar que no se realicen inversiones asociadas a un gran stock de emisiones en el futuro (plantas nuevas de carbón, infraestructuras de transporte no sostenibles, etcétera). En segundo lugar, se deben hacer grandes esfuerzos por minimizar el volumen de transferencias, más bien para hacerlas menos necesarias en el futuro, facilitando así la transición desde la perspectiva de los aportadores.
Grandes inversiones en I+D, políticas climáticas avanzadas, y procesos de concertación entre agentes sociales, empresariales y públicos (como hemos visto en Bonn) que reduzcan de forma considerable los costes de mitigación y adaptación son la respuesta obvia desde el mundo desarrollado. Necesitamos, en fin, opciones ultrabaratas que permitan resolver el problema a nivel global en las próximas décadas, sin necesidad de compensaciones continuas pero con una importante movilización de fondos en el primer mundo los próximos años.
Como país desarrollado y miembro de un club especialmente proactivo en este ámbito (la UE), España tiene grandes capacidades y responsabilidades para contribuir a la solución del problema. El sector público español debe, en primer lugar, favorecer un entorno que permita el gran cambio socio-económico asociado a la descarbonización. Fomentar alianzas público-privadas e integrar a los distintos agentes sociales en la solución del problema es prioritario. Como lo es también dotar de fondos muy significativos para la investigación en este ámbito, en línea con lo apuntado, y actuar para favorecer la adopción de medidas en países en desarrollo con los que mantenemos relaciones intensas.
También es importante demostrar que se hacen los deberes internamente, evitando a toda costa inversiones asociadas a grandes emisiones futuras, encareciendo los precios de los combustibles fósiles para minimizar el uso de tecnologías especialmente dañinas en la generación eléctrica y fomentar un gran cambio en el sector del transporte. Tal y como quedó claro tras el anuncio de cierre de varias centrales térmicas de carbón, España se enfrenta también a un intenso debate distributivo que debe gestionarse con inteligencia para facilitar una transición eficiente y justa.
El Pais