La era de los combustibles fósiles llega a su fin. La emergencia climática y las obligaciones de los tratados internacionales parece que darán la puntilla a las fuentes de energía que han configurado el mundo que conocemos.
Después de haber sido el germen de un par de revoluciones industriales, haber ayudado a alimentar a una población mundial en crecimiento exponencial en los últimos dos siglos y haber facilitado el desarrollo a niveles no imaginables, ahora están en busca y captura. Es una cuestión de plazos, de unas pocas décadas quizá, pero acabarán en desuso, ya que se les responsabiliza de graves problemas ambientales por su utilización masiva: la contaminación atmosférica y el calentamiento global.
En efecto, los argumentos de los colegas que estudian los fenómenos del cambio climático y las evidencias obtenidas en su trabajo son convincentes: los modelos cada vez son mejores. Parece evidente que estamos cambiando el panorama global con nuestras emisiones de CO₂.
Desde la geoquímica ambiental se muestra cómo la huella de las emisiones de todo tipo aparece en archivos geológicos como suelos o turberas. Yo mismo he podido constatar la notable influencia que sobre el medio generan nuestro modo de producir energía y la actividad de la industria o la minería.
La reducción de las emisiones de CO₂ (también las de CH₄ y N₂O, metano y óxido de nitrógeno respectivamente) es necesaria, pero ¿a qué velocidad es posible hacerlo sin generar graves consecuencias?